En favor de Jordi Cuixart

En favor de Jordi Cuixart

Para una vez que el mundo de la revolución de las sonrisas roza el principio de realidad, nos lo tomamos a pitorreo

Durante muchos años circuló en Cataluña un chiste para ridiculizar al independentismo. Un tipo preguntaba a otro si quería la independencia y, después de que el segundo proclamara que era “lo que más le importaba en la vida”, le decía que “perfecto, para conseguirlo tienes que apretar este botón durante diez minutos”, a lo que el fervoroso independentista replicaba “bueno, tampoco hay que exagerar”. El chiste tiene poca gracia (así somos los catalanes), pero ilustra magníficamente un concepto que los economistas han exportado al conjunto de la teoría social: la intensidad de las preferencias. No solo importa lo que quieres o votes, sino cuánto lo quieres, cuánto estás dispuesto a apostar o a arriesgar para respaldar tus convicciones. A diferencia de otros productos de los economistas, este es de mucha utilidad en la vida; en el dinero y en el amor, sin ir más lejos. Solo cuando las decisiones siguen a las palabras nos podemos tomar en serio las palabras. Todo lo demás, mucho lirili y poco lerere.

En Cataluña tenemos algún experimento natural acerca de la firmeza de las convicciones: solo 98 personas pagan sus impuestos a la Hacienda catalana. Un dato que nos ilustra sobre asuntos de alcance general. Uno de ellos, comprobado de mil maneras, la cochambrosa calidad de los mimbres humanos de nuestros diseños democráticos: los votantes no se toman en serio. Lo de Schumpeter: «El ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de una manera que él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses”. La conjetura ha sido avalada por muchos trabajos empíricos. Lo peor es que ahora los políticos actúan bajo ese supuesto, asumiendo la miopía y el infantilismo de los votantes. Saben que nadie penaliza a los malos gestores. Cataluña es buena prueba. Por eso, en realidad, el populismo no es la excepción de la democracia sino la regla. Iván Redondo, el producto natural.

En contra de lo sostenido por la retórica habitual el voto es un acto de irresponsabilidad, si acaso, un acto expresivo. Un brindis al Sol, precisamente por personal, porque cada uno solo controla su voto. Y en tanto que tal, una refutación del tópico del voto útil. Recuerden a Sandro Rosell: “En un referéndum por la independencia votaría que sí. Pero si ganara el ‘sí’, me iría de Cataluña”. También en esto Cataluña resulta un magnífico laboratorio natural, al que algún día deberán homenajear los politólogos, además de por obvias razones materiales.

Las consideraciones anteriores vienen a cuenta de las sensatas declaraciones de Jordi Cuixart hace unas semanas: “¿Estamos dispuestos a que [nuestros hijos] puedan pasar largas temporadas en la prisión con el objetivo de que este país pueda decidir libremente cuál debe ser su futuro político? Si la respuesta es sí, habremos dado un paso de gigante”.

Para una vez que el mundo de la revolución de las sonrisas roza el principio de realidad, nos lo tomamos a pitorreo. La afirmación está respaldada por la entera historia de los procesos de independencia. Sí, otra vez, la vida va en serio. Y recordárselo a los catalanes muestra un loable afán de verdad: Cuixart estaba preguntándoles si querían ser adultos.

En realidad, quien ha quedado retratado con sus burlas ha sido el constitucionalismo. Está diciendo: tranquilos que no pasa nada, que todo os seguirá saliendo gratis. Como hasta ahora. Por eso también Cuixart ha resultado ridículo para los suyos. Y se entiende: los protagonistas de un golpe de Estado, que se proclaman “presos políticos”, están en la calle organizando actos políticos y defendidos por el vicepresidente del Gobierno. Y los demás, con miedo.

El Mundo (11.02.2021)