
Nada por aquí, nada por allá
Cuando las autoridades se saltan las leyes democráticas ¿se cumplen los requisitos que justifican la desobediencia civil?
Hace cosa de un mes nuestro debate público estuvo centrado durante varios días en las ocurrencias testosterónicas de un colegio mayor. El debate entero resultaba un despropósito, pero no sus circunstancias, que resumían perversiones básicas de nuestro ecosistema político. No era la menor que, entre los Savonarola dispuestos a lapidar a los jóvenes, destacara un hombre hecho y derecho, Echenique, quien, en sus horas de ocio, en compañía de otros dirigentes de su partido, entonaba una sofisticada jota cuyos versos más conocidos son: «Chúpame la minga, Dominga/ que vengo de Francia/ chúpame la minga, Dominga/ que tiene sustancia». Nada singular: todos hemos cantado canciones de hondura parecida, entre ellos muchos de quienes en aquellos días se echaron las manos a la cabeza. Eso sí, por lo general, no hay registro de ello. Ahí empieza lo interesante: cuando señaló a los muchachos, Echenique sabía que conocíamos ese talento suyo. Y le daba igual. Solo desde la más absoluta duplicidad moral y la convicción de impunidad se podía entender una condena que, de facto, violentaba el más sólido -y acaso el único- criterio de calibración del debate moral: el imperativo categórico. Para decirlo con un ejemplo clásico: como si en un tren, un viajero, después de afear a un compañero de vagón por fumar, le pidiera fuego para encenderse un cigarrillo. Sencillamente, Echenique ignora los principios básicos que regulan el lenguaje moral. Peor aún, los desprecia, habida cuenta de su condición de político y su conocimiento del conocimiento común de su conducta: se comporta como un déspota caprichoso. Se permite lo que condena en otros y, además, nos lo dice a la cara. No se me ocurre ejemplo mejor de eso que se ha dado en llamar superioridad moral.
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